Miska Konen nació y murió encerrada en un sótano. Nunca vio el sol, no supo lo que eran las nubes, ni las estrellas, ni los árboles; no conoció nada que estuviese más allá de esos peldaños que descendían a su infierno. Tenía 30 años cuando fue hallada; su aspecto distaba mucho del de un ser humano, su piel era casi trasparente, y a través de ella se podían apreciar sus huesos y órganos internos.
Sus venas y arterias dibujaban una especie de telaraña roja y negra sobre su carne. Las uñas de sus manos y pies nunca habían sido cortadas, y con el tiempo se habían enroscado como espiras rodeando sus muñecas y tobillos como si fuesen pulseras. Como había nacido y vivido en la oscuridad, sus ojos no se habían desarrollado, estaban cubiertos por una lámina lechosa a través de la que apenas se distinguía el color del iris.
A Miska le faltaban varios dientes y además, le habían cortado la lengua; pero había desarrollado un par de afilados colmillos que le sirvieron para ajusticiar a su victimario. El hedor ácido que emanaba su cuerpo era tan intenso que hacía arder los ojos; los agentes tuvieron que colocarse máscaras de oxígeno para poder descender.
Todo era horror en ese sótano: un balde con excrementos secos; ratas, cucarachas y arañas por las paredes; decenas de jeringuillas vacías y varios objetos que parecían elementos de tortura. Recostado en un sillón apolillado había un esqueleto… era su madre, de la que Miska sólo había conocido el cadáver mientras se iba pudriendo a su lado.
Miska pasó toda su vida encadenada en ese sótano. Cuando los agentes lograron bajar a liberarla, a su lado hallaron el cadáver de su captor: Tauno Morchnen (56 años), a quien Miska le había arrancado la nariz, las orejas, los ojos, y el pene a mordiscos.
Era febrero de 1906; Jussi Konen, una joven vagabunda de 19 años embarazada de seis meses, deambulaba por Helsinki golpeando las puertas de las casas de familia, ofreciendo sus servicios de doncella a cambio de abrigo y comida.
Pero cuando los dueños advertían su incipiente panza, enseguida le cerraban la puerta en la cara. Nadie quería contratar a una vagabunda embarazada. Rendida a su suerte, Jussi caminó por las calles soportando los 10 grados bajo cero del duro frío nórdico, hasta desplomarse en el umbral de una antigua casa. Alguien salió, la levantó del suelo y la arrastró rápidamente dentro de la casa.
La jóven despertó dos días después en un sótano, echada sobre un sillón, con los pies y las manos encadenados. Frente a ella, observándola, se hallaba el dueño de casa totalmente desnudo, masturbándose y riéndose a carcajadas. Era Tauno Morchnen, el hombre que la mantendría encadenada hasta su muerte seis meses después, cuando diese a luz a su hija Miska, quien tomaría el lugar de su madre en ese infierno.
El 4 de mayo de 1936, Tauno Morchnen descendió desnudo las escaleras del sótano, en una de sus manos llevaba una jeringa, y en la otra una lámpara de gas. Se sorprendió al no ver a su prisionera encadenada como siempre. Miska había adelgazado tanto, que logró escaparse deslizando sus manos entre los grilletes. Pero no se había ido del sótano, estaba oculta en la oscuridad, esperándolo.
Esa noche, los alaridos de Tauno Morchnen se escucharon a doscientos metros a la redonda, alertando a los vecinos, que enseguida avisaron a la policía.
Entre las inmundicias del sótano hallaron varios elementos de fabricación casera, que posiblemente habían sido utilizados para torturar a Miska. La jeringuilla que Morchnen llevaba en su mano tenía una mezcla de vitaminas y narcóticos.
Tauno Morchnen era un médico que trabajaba en varios hospitales de Helsinki; sus vecinos, al igual que sus colegas y pacientes, dijeron que era un hombre muy bueno y solidario; no conocían su vida íntima, pero sabían que era soltero y vivía solo en la casona que había heredado de sus padres.
Miska Konen murió de un infarto en el instante en que el fotógrafo capturó su imagen.
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Fuente: historias de terror.website
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